en la que elegiremos el nuevo Parlamento Vasco.

jueves, 19 de agosto de 2010

Diario de vacaciones. Capítulo 17. Día 19

A las nueve de la mañana sonó el teléfono. El  móvil que solo conocen mis dos hijos. Lo compré cuando Merche y yo nos separamos, para mantener el máximo de contacto posible con ellos. Mi hijo mayor no me llama a menudo, solamente cuando tiene algún problema, o no encuentra algo, o necesita más dinero o no va a venir a casa esa noche. Llamadas que por lo general hace a la noche. En lo que llevábamos del mes de agosto me había llamado en tres ocasiones. Se había ido con su novia, con la que llevaba saliendo la friolera de tres años, toda una eternidad para un chaval de veinte, a Andalucía. Yo lo imaginaba en las playas de Cabo de Gata, entre baños de sol y litronas de cerveza. Un plan estupendo: sexo abundante,  droga ligera y sol en lugar de rock and roll.
En la primera de sus llamadas me dijo que había tenido un pequeño problema con su coche, un aparente toyota “Avensis” de segunda mano, modelo antiguo, color azul oscuro y ruedas comunes, lejos del coche tuneado propio de un joven de su edad, y que necesitaba dinero. Que estaba en Puerto Lápice, de camino. Se le había encendido un piloto a unos pocos kilómetros. Al parecer no hizo mucho caso a la luz. La intentó apagar a base de unos golpecitos laterales en el disparadero, golpes que fueron ganando en intensidad según pasaba el tiempo y la luz permanecía encendida. Me dijo que pensó que la lucecita de marras se había encendido por un problema eléctrico propio de un coche que había traspasado la edad de los grandes viajes, pero que lo que parecía una pequeña tontería se convirtió en humo y mal olor. Detuvo el coche en el arcén, afortunadamente a tan solo cinco kilómetros de Puerto Lápice, y telefoneó al seguro. En poco más de veinte minutos llegó la grúa y coche y pasajeros fueron trasportados hasta el pueblo manchego. Había habido suerte: se había soltado no recordaba que junta y había que ajustarla. No tenemos el coche asegurado a todo riesgo, solamente a terceros, por lo que tuvo que pagar una cantidad que no estaba presupuestada. Le ingresé dinero en su cuenta y pudo pagar el taller al día siguiente. Pasaron la noche en el hotel El Puerto, un lugar sencillo pero acogedor al que solíamos ir toda la familia, Merche y los nenes, como los llamábamos antes, cada vez que bajábamos a Andalucía, que era al menos una vez al año. Así durante diez o doce años. Mi hijo se acordaba del lugar. Me contó, cuando le llamé yo al día siguiente para preguntarle cómo le había ido todo, que cenaron en el hotel. El pidió un pisto manchego y trucha, como cuando era niño. Ella pidió una ensalada repleta de pequeñas aceitunas llenas de aceite y un filete de buena carne. Los chavales de veinte años no se cortan nada. Creo que ni se les ocurrió pensar en la posibilidad de conformarse con un bocadillo. Son otros tiempos. Otro nivel. Buena cena y a la habitación, los dos solos. ¡Qué maravilla! Y al día siguiente fueron a desayunar a la Venta El Quijote, un cafecito con esas pastas que no sé de qué están hechas pero que son ricas y consistentes.